Mi abuela y ella hicieron chulas. Después de la cena, mientras nos abrumaba con sus historias interminables, reparé en una mosca que hincaba su boca sobre el azúcar, obsesiva, corriendo de chula en chula como un adicto recorrería los portales de una barriada en busca de alivio.
Tras tantas semanas de confinamiento, tener seres animados a mi alrededor me parecía algo extraño. Me di cuenta entonces de que no estábamos solos, de que en aquel encierro había seres ingobernables con nosotros, seres fuera de los decretos de alarma, las cifras y el pánico generalizado.
Mi abuela puso trampas y roció con spray la cocina al día siguiente. Yo, que la verdad nunca había tenido una sensibilidad animal muy desarrollada, empecé a sentir pena. Con cada mosca que moría volvíamos a estar un poco más solos. Supongo que esa es la soledad que siente Dios al ver el mundo con su libre albedrío. También la sienten los lúcidos, como Eric Cantona.
En agosto del año pasado, Cantona recibía un premio en la gala que la UEFA realiza para sortear los grupos de la Champions League. Cuando subió a recogerlo, pronunció un discurso casi indescifrable que dejó a todos (especialmente a Cristiano Ronaldo, del que se deberían hacer camisetas con su cara en el vídeo) desorientados. A día de hoy, y desde marzo de 2020, ese discurso es ya profecía: “Para los dioses nosotros somos como moscas para los niños. Nos matan para distraerse. Pronto la ciencia no solo será capaz de frenar el envejecimiento de las células, sino que las arreglará, y pasaremos a ser eternos. Sólo los accidentes, crímenes, guerras, podrán matarnos; pero desafortunadamente los crímenes y guerras se multiplicarán. Amo el fútbol. Gracias”. En siete meses uno puede pasar de loco a genio.
La vida es paradójica. Te pasas la mayor parte de la misma dando patadas a un balón y resulta que la patada que te hace pasar a la historia es la que das a un nazi en la cara. Hay quién dice que esa patada, además de nueve meses de sanción, le costó a Cantona el principio del fin de su carrera. Desde luego, fue el día en que Cantona pasó a ser, más que un futbolista, un icono. Trasladó su locura y su brillantez más allá del terreno de juego. Y estaba muy loco y era muy brillante. Solo había que verlo jugar. Cantona era, sobre todo, imagen. Por eso salía al campo con el cuello levantado y por eso, supongo, también ha firmado alguna de las cintas más bonitas del cine como Looking for Eric (Ken Loach, 2009), o ha sido el protagonista de videoclips como el de Once, de Liam Gallagher, en que hace de rey enajenado y es servido por el mismo ‘rkid’. Yo no soy muy monárquico, pero si voy a tener un rey, que sea Cantona.
Toda esta situación nos ha demostrado que tenía razón. Que, aunque nos creamos dioses, no somos más que las moscas que se posan sobre el azúcar para después caer en alguna de las trampas de la cocina. Y aquellos goles, aquellas noches escuchando las historias de mi abuela con ella, aquellas tardes jugando de niño en el patio, los días con la casa llena de gente esperando un churrasco, el viaje a Aveiro, el de Nantes o la patada de Eric son nuestro efímero azúcar. La mosca sigue rebozándose sobre lo blanco, ajena a todo lo que sucede a su alrededor, mientras mi abuela nos sigue contando historias que suenan en mi cabeza como la letra de ‘Once’:
«It was easier to have fun back when we had nothing, nothing much to manage, but when we were damaged. Sometimes the freedom we wanted feels so uncool, just clean the pool, and send the kids to school».