Hubo un tiempo en el que ser diferente era un mérito, en el que el fútbol todavía tenía personajes con rarezas con peinados imposibles y botas que decían más de ti que tu propio DNI. Hoy los sigue habiendo, claro, pero ya no abundan tanto.
En aquellos años – o quizá solo en mi memoria – cada jugador nuevo parecía una pequeña revolución, una rareza maravillosa que te atrapaba sin saber por qué. Y entre ellos, Stephan El Shaarawy.
Un jugador italiano que se llama El Shaarawy, lleva el dorsal 92 y responde al apodo de «Il Faraone». ¿Cómo no enamorarse? Ya con eso tenía una especie de mística, no sabías si buena o mala, pero daba igual. Lo veías calentar con esa cresta puntiaguda, esas Mercurial, ese aire de estrella alternativa. Y solo querías ser como él.
Un jugador de culto en cualquier modo carrera del FIFA que se respetara. El Shaarawy no necesitaba estadísticas: bastaba con verlo moverse. Había algo en su forma de jugar, en cómo encaraba, que transmitía más actitud que eficacia, más personalidad que rendimiento. Era un futbolista que parecía jugar con su propio personaje, con su estética, con esa mezcla de descaro y estilo que te hacía pensar que, aunque no fuera el mejor del mundo, te alegrabas de que existiera.
Quizá por eso, ahora que todo se ha vuelto tan retro y tan nostálgico – camisetas de antes, balones con costuras, peinados vintage – uno echa de menos a esos jugadores que parecían sacados de un videoclip de MTV. Hombres que parecían más estrellas de rap o secundarios de una película de acción que deportistas de élite: Marek Hamšík, Paul Pogba, Arturo Vidal, Stephan El Shaarawy… todos tenían algo de artista, de tipos que sabían que el fútbol también era una forma de expresión.
El peak de todo aquello fue el Milan de la 2013/14. El Shaarawy, Balotelli, Kevin-Prince Boateng y Robinho en el mismo vestuario. Sólo leerlo parece una fantasía del modo carrera, pero fue real. Cuatro personalidades orbitando en torno al mismo balón, como si alguien hubiera querido juntar todos los peinados y todas las noches de Milán en el mismo equipo. Un experimento imposible que sólo podía existir en esa época, cuando el fútbol todavía coqueteaba con el exceso y el carisma a partes iguales. Dime qué pelo tienes y te diré a qué época del fútbol perteneces.
Porque hubo una época en la que los futbolistas no parecían querer ser futbolistas. Querían algo más. Tenían esa mezcla de chulería, de carisma, estilo de vestir… No todo era tan serio. ¿Qué ha pasado con las crestas? Antes era casi un ritual: te mojabas el pelo delante del espejo, te hacías una especie de cresta cutre en el grifo del baño y te preparabas para tirar una falta como Cristiano. No era una imitación perfecta, claro, pero era tu manera de decir «yo también tengo algo de eso».
Ya no veo a muchos niños con crestas de mentira, ni a jugadores que te den ganas de hacértela. Quizá es que ya nada nos sorprende tanto, o quizá es que crecimos y dejamos de ver en cada peinado o en cada dorsal un gesto de rebeldía. Pero hay algo en jugadores como El Shaarawy que me sigue despertando esa nostalgia infantil.
No fue el mejor jugador del mundo, ni falta que le hizo. Bastaba con que apareciera en la banda con su cresta y su número 92 para que todo pareciera un poco más emocionante. Quizá los niños ya no quieren ser como El Shaarawy, pero algunos adultos seguimos echando de menos la época en la que queríamos parecernos a alguien así, cuando el fútbol aún podía sorprenderte aunque fuera por una cresta bien peinada.
