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Fútbol moderno #2: El ansiado equilibrio

Publicado: 05 / 11
Categoría: Fútbol

Fútbol moderno #2: El ansiado equilibrio

Publicado: 05 / 11
Categoría: Fútbol

Este artículo es una continuación de Fútbol Moderno #1: El ansiado equilibrio.

El juego y sus representantes

Pensándolo fríamente, es muy probable que el motivo del desequilibrio en nuestra balanza sea una inevitable evolución natural y el fútbol tan sólo sea un pasajero más en un tren de altísima velocidad al que tengamos que subirnos por aquello de “Renovarse o morir”. Seguramente existan factores de mayor calado en la sociedad como la transformación súper-urbana en las ciudades o la exagerada irrupción de la tecnología a prontas edades en los niños contra los que no se pueda luchar (y seguramente ni siquiera se deba). Sin embargo, esta realidad no exime de responsabilidades a quienes aprecien los valores y costumbres más primitivos de “El Juego” de seguir defendiendo un espacio para el fútbol original en plena era de la dependencia tecnológica y en medio de una interminable etapa de crisis de tantísimos valores olvidados.

De momento queda un halo de esperanza. No todo está perdido. Y si existe ese clavo ardiendo al que agarrarse es, en enorme proporción, gracias a los (todavía presentes) embajadores de estos “valores en riesgo de extinción” en la esfera futbolística. Desde periodistas, pasando por algunos directivos y, por supuesto, entre los aficionados, hay cantidad de defensores de esta causa (casi) perdida. Pero, no cabe duda de que entre todos los grupos de influencia que forman el “ecosistema fútbol” hay uno que, por suerte o por desgracia, ejerce un mayor poder sobre el público general y estos son los propios futbolistas.

En este momento a muchos nos vendrán a la cabeza algunas de las tantas estrellas de talla mundial que han llevado hasta el fútbol profesional pinceladas de las calles en las que se criaron, un cachito de su identidad, y que ejemplifican a la perfección las ventajas de guardar los orígenes del fútbol como un juego. A mi memoria llega el mítico delantero “perico” Raúl Tamudo y su confesión en una entrevista posterior a su retirada donde mencionaba la profunda lástima que sentía de ver que cada vez había menos chavales jugando en las calles en su Santa Coloma natal mientras alardeaba de que los jugadores con un pasado callejero, como el suyo, “tienen un plus” que, a día de hoy, es imposible aprender en las escuelas de fútbol. Seguramente fruto de sus largas tardes detrás de un balón en las plazas de esta ciudad catalana fue aquel gol que describiría a la perfección su merecida etiqueta de “ratón de área” en Mestalla, robando el balón de las manos de Toni Jiménez, para coronar a su amado RCD Espanyol campeón de la final de la Copa del Rey del 2000.

Sin excepción alguna, cualquier liga de primer nivel mundial se ha nutrido constantemente de una masa de talento sin cocer que encontraba en las periferias de las ciudades su mejor caldo de cultivo. Con “Zizou” como primogénito, se han forjado auténticos equipazos galos compuestos, en gran parte, por franceses origen magrebí y centro-africano que aportaban a sus entrenamientos en las mejores academias del país un manual de repertorios que únicamente podían florecer durante las interminables horas jugando fútbol en las olvidadas calles de la banlieue.

Torres de Argenteuil, periferia de París – Ludovic Maillard

Aunque, si en el mundo del fútbol existiera una especie de meca de “El Juego” como tal, algún lugar donde esta parte de la balanza encontrase algo parecido a una fortaleza prácticamente infranqueable, ésta debería ubicarse en algún punto del sur de América Latina. Allí donde el fútbol es religión y La Favela y El Potrero cobran la acepción de lugares de culto. Allí donde la gambeta y la samba, que tan marcada identidad han desarrollado para orgullo de sus habitantes, no entienden de “pizarrones” ni de calculadoras, existe una cultura tan arraigada que invita a reflexionar sobre el hecho de que, si algún día la balanza de la que hablamos vence por completo y el fútbol mundial aparta definitivamente su mirada de las calles, Argentina y Brasil serían los últimos bastiones de este amor por “El Juego”.

Los ídolos brasileños por excelencia han llevado a los estadios más importantes del mundo un poco de su infancia y no han interpretado el fútbol si no como un canal hacia la pura diversión. De hecho, es solamente así como entiende “El Juego” una gran parte de su población para los cuales, seguramente, el partido del año se asemeje más a la escena de la pachanga entre Zé Pequeño y Buscapé en la cancha de tierra de “Cidade de Deus” (Katia Llund/Fernando Meirelles, 2002) o a un partido hasta el anochecer sobre la arena de Copacabana, que a la gran final de una Champions League que se juega a 8000 km de distancia de su hogar y a años luz de sus venerados “Campeonatos de Peladas”.

Rogerio Sousa Silva

En el país vecino, los argentinos todavía conciben el denominado “Potrero” como un espacio sagrado, con un aura mística, un lugar donde no tienen cabida las fórmulas numéricas y que les ha servido de criadero para tantas alegrías nacionales. Sin ir más lejos, y aunque pueda parecer sentenciador, pensad que hubiera sido de ellos si su máximo ídolo a nivel nacional hubiera aprendido todo lo que sabe en la academia de Argentinos Juniors. Seguramente hoy a cada argentino le faltaría una estrella en el pecho. Sin sus horas en algún “Potrero” de la Villa Fiorito que le vio crecer, Diego Armando Maradona nunca habría llegado a acariciar con la mano una pelota a la que debía haber llegado un portero inglés para, con el recurso más astuto que se haya visto en un Mundial, provocar la mayor explosión de alegría de la historia de su país. Tres años más tarde, con el mismo protagonista como profeta de una religión callejera y con Nápoles como la ciudad elegida, Diego declaraba una vez más su amor por “El Juego” mientras transformaba lo que ahora son ejercicios físicos medidos al milímetro en el mejor calentamiento de la historia del fútbol al ritmo de Live is Life. Éste es el poder de una cultura casi extinguida que permite volver a la esencia y convertir la competición en arte. Algo así como un imán que nos arrastra hacia lo genuino.

El mismo imán que tentaba a un tal J.R. Riquelme a pedir permiso al entrenador cada vez que se jugaba un torneo en su Don Torcuato natal, incluso después de terminar algún partido de la Copa Libertadores, máxima competición profesional a nivel continental, porque (supuestamente) sus amigos le necesitaban… y seguramente porque moría de ganas de jugar, con sus cinco letras, a su fútbol. Nuestro fútbol.

Rogerio Sousa Silva

Quizá estos ídolos de carne y hueso no sabían todo lo que tenían en común, seguramente no sabían que compartían con muchos de nosotros una filosofía futbolística cada vez más difícil de transmitir a las nuevas generaciones. Probablemente no apreciaban el hecho de que jugar en las calles les había brindado su condición de eterna niñez. Algo casi imposible de encontrar hoy en día entre los jóvenes futbolistas, quienes criados entre exigencias competitivas y educados en la frialdad de las estadísticas, crecen a marchas forzadas y se convierten en adultos antes incluso de les asome la pubertad.

Finalmente, y para colmo, estos defensores de “El Juego” son los principales protagonistas de la mayor paradoja que guarda el mundo fútbol. La curiosa historia de tantas estrellas que han exprimido al máximo el jugo mediático y económico que les ha brindado la industria del deporte pero quienes, al final de su trayectoria, hubieran dejado todos estos privilegios de lado por volver a jugar una pachanga en su barrio, la misma pachanga que puedes jugar tú. Uno de esos partidos que no se graban y que nunca vas a poder ver repetidos. Los partidillos que a tus ídolos les encantaría poder volver a jugar poniendo de manifiesto que, al final del camino, todo vuelve al lugar al que pertenece. Y el fútbol, irremediablemente, pertenece a las calles.

La herencia

Mientras nuestra balanza no llegue a besar el suelo siempre seguirá quedando algún resto de esa cultura del juego que una vez tanto nos caracterizó. Pero la evolución hace inevitable pensar que nos dirigimos hacia un fútbol más frío, sin apenas figuras carismáticas. Un fútbol más táctico, más dogmático, con ejércitos de soldados entrenados desde los 5 años de edad para que no pierdan su posición. Ejércitos en los que los artistas más creativos, y en consecuencia su manera de entender el juego, terminen desterrados.

Rogerio Sousa Silva

Y con estas vistas al futuro a muchos nos entran las dudas.

La duda al pensar si disfrutaremos, de aquí 15 años, de algún jugador con la facilidad para “la rabona” que Di María desarrolló en las calles de Rosario. El miedo a no saber si existirán mediapuntas con la relación de amor entre Robinho y las “bicicletas”, o con la frivolidad de un pase mirando a la grada de algún Ronaldinho. El pavor a que se extingan los delanteros con los recursos exquisitos de Raul Tamudo. La lástima al pensar que no habrán jugadores que pisen el balón hasta el extremo como hacía J.R. Riquelme. ¿Habrá algún niño al que le enseñen a hacer “trivelas” de exterior “a lo Quaresma”?

Existe el miedo a un fútbol en el que no se pueda discernir la identidad de juego. Corremos el riesgo de quedarnos con un fútbol sin la samba de la favela brasileña, sin la pasión del potrero argentino, sin el descaro de la banlieue francesa, sin la picardía del barrio español…

Da mal rollo pensar que tu hijo vaya a elegir a su delantero favorito por su % de efectividad gol/disparo. O a su centrocampista preferido solamente porque acierta el 98% de pases que realiza. En definitiva, que vayamos a entender el fútbol únicamente como una competición deportiva sin que ya nadie aprecie su necesaria vertiente artística.

Todos estos miedos se evidencian al contemplar la imparable inclinación de esta balanza. Aunque suene utópico, existen algunos ilusos que todavía confían en encontrar el ansiado equilibrio algún día, simplemente porque, a su parecer, no debería de ser tan complicado hacerlo. Bastaría con tener memoria y respeto para que se aprecien tanto los valores del origen como los atractivos del futuro, para así evitar (o al menos prorrogar) que llegue el día en el que nadie recuerde que significaba aquello de “The Beautiful Game”.