Nunca vi jugar a Maradona y, sin embargo, lloré el día de su muerte. Todo lo que supe de él fue a través de vídeos, su épica me llegó en canciones de cumbia y en documentales. En todas esas manifestaciones el relato de Diego me vino masticado y casi digerido. Dios, genio, eterno. Todo aquello no me encajaba con lo que yo veía en los telediarios o lo que leía en los periódicos.
Cada vez que Maradona aparecía, por lo que fuese, en algún medio de comunicación, no podía evitar sentir vergüenza y lástima. No podía entenderlo. Si era Dios, si era un revolucionario, si ya no era el Diego del pecado original, ¿por qué siempre que salían a la luz cualquier tipo de actos o declaraciones suyas era para quedar como una persona totalmente enajenada? Lo cierto es que Maradona se había convertido en su propia caricatura y, si en algún momento estuvo limpio y arrepentido, ese momento fue tan solo un paréntesis. Si en algún momento el angelito de su hombro ganó al diablo, este se había tomado venganza y lo estaba machacando con su tridente.
No fueron pocas las salidas de tono de Diego en forma de tronos o declaraciones, pero, sin duda, lo más bochornoso era tener conocimiento, casi regularmente, de noticias relacionadas con denuncias de maltrato, abuso sexual y pedofilia. No es entonces de extrañar que su muerte haya causado revuelo en el movimiento feminista, ya que el 25N, día reivindicado por el movimiento para visibilizar las violencias machistas, acabó siendo invisibilizado por su figura.
Curiosamente quince años antes, también un 25 de noviembre, moriría otro futbolista con el que Diego guarda ciertas similitudes, George Best. Hace años que me horroriza la mercantilización de la figura del futbolista norirlandés. Frases tan poco formativas como «gasté mi fortuna en mujeres, alcohol y coches, el resto lo malgasté» aparecen estampadas en tazas o camisetas con el consiguiente lucro que ello implica para quién lo haya hecho. La historia de Best es un drama plagado de problemas psicológicos, alcoholismo, maltrato y sufrimiento. Era reconocible un rasgo psicológico común en Best y Maradona: ambos ansiaban vivir cada momento de forma especialmente intensa. Eran adictos a las emociones. George llegó a contar en una entrevista que cuando marcó para el Manchester United el gol contra el Benfica que les haría ganar la Champions League, sintió algo tan extraordinario que quiso repetirlo, sin éxito, durante el resto de su vida.
Lo que revelan este tipo de comportamientos en ambos jugadores es una triste realidad: las drogas atacan a los más débiles psicológicamente y deforman toda identidad precedente a la adicción. Tienen el poder de transformar por completo, de envilecer. No es una excusa ni una justificación, pero es cierto que las drogas matan dos veces. La última consecuencia siempre es dejar el cuerpo inerte, la primera anular la identidad que el sujeto poseía de forma previa a la adicción. Best y Maradora eran personas totalmente deformadas por sus adicciones.
El dilema moral que nos plantean todas estas cuestiones no es nuevo. ¿Deben nuestros ídolos ser referentes éticos y morales? ¿Podemos escindir al artista o al deportista de la persona? Quizá todo ídolo sea una trampa. Quizá todo mito no sea más que un simple relato moralizante o quizá sea imposible dibujar un ser humano con solo dos colores, el blanco y el negro, y ninguno de nosotros sea entendible sin un diálogo de tonos más o menos oscuros y claros. Lo cierto es que la muerte de Diego es también la muerte de un futbol, un fútbol que, para bien o para mal, ya no volverá. Quién sabe si también significa su secularización, su paso del mito al logos, su transformación en un deporte más humano y menos endiosado.
El día que murió Maradona lloré, y lo hice de pena, pero no de pena por su muerte. Sentí pena porque Maradona había perdido el partido más importante de su vida, el partido contra sí mismo y contra su capacidad de autodestrucción física, psicológica y moral. Lloré porque creo que todo el mundo tiene derecho a ser perdonado y a pedir perdón, y Dios le quitó ese derecho al pelusa.