Siempre he odiado un poco a Neymar. Lo confieso. Para mí encarnaba la viva imagen de como había entrado en decadencia la superestrella en el fútbol moderno. Muy diferente de otros jugadores que habían demostrado una calidad contrastada en el campo y después pasaban a la pantalla, Neymar para mí era exactamente un hombre anuncio, una valla publicitaria. Quizá en esto intervenga también una cuestión generacional, no lo sé, pero su falta de carisma me ponía nervioso. Sus fiestas. Sus salidas de tono. Un jugador que parecía estar más pendiente de lo que pasaba fuera del terreno de juego que dentro. Su paso por Barcelona fue triste y polémico y cambió todo eso por una liga “menos competitiva” pero un mejor contrato. La verdad, era difícil que me lo tomase en serio.
Pero todo eso cambió este verano. En uno de esos días que ahora recuerdo con distancia, aunque no haya pasado tanto tiempo. En uno de esos días en que solo había playa y fútbol. Tengo que confesar también, ya que esto hoy va de confesiones, que me pasé todas las finales de la Champions League volcando todas mis energías en animar a cualquier equipo que jugase contra el PSG. Tengo un problema con el fútbol como espectador y es que soy incapaz de verlo sin más. Necesito posicionarme de algún lado. En general, en la vida, necesito posicionarme. Es algo superior a mí. La ausencia de neutralidad trae muchos, muchísimos problemas, pero siento constantemente la obligación de tomar partido por las cosas.
Así, mi periplo en las finales de Lisboa fue siempre un intento de agarrarme a cualquier argumento que me permitiese defender la pureza del fútbol más romántico. Una pureza que ni yo mismo sé si existe, ni sé si es posible en 2020, pero daba igual. Yo me autoproclamé el anti-héroe del fútbol-negocio durante una semana porque sí, porque me aburría.
Empecé animando al Atalanta. Lógico. Es la quintaesencia del fútbol ahora mismo. Sin éxito, obviamente. Las cosas se me torcieron pronto, porque tuve que animar al Red Bull Leipzig. O sea, que para defender el honor del fútbol de antes (que enmascaraba mi odio a Neymar y al PSG) tuve que acabar animando a una marca de refrescos que ni siquiera me gusta, porque odio los estimulantes. Lo hice a capa y espada en grupos de Whatsapp, en comidas y en terrazas de bares. ¿Mis argumentos? Tan malos como cabría esperar. En el Leipzig juega un chaval llamado Angeliño, que además de ser uno de los mejores laterales izquierdos del mundo, es de Coristanco, un pueblo de Galicia que es a las patatas lo que Alabama al algodón. El Alabama de las patatas, vamos. La ecuación era sencilla. Patatas contra dinero (como si el RB Leipzig tuviese poco, pero yo a lo mío). Patatas contra tanques. Coristanco Potatos Against Modern Football. El PSG ganó y llegó a la final y tuve que acabar animando al Bayern de Múnich. Aquí lo tenía más fácil. Posiciónate siempre del equipo del que sean tus ídolos. El Bayern es el equipo del DJ de techno Paul Kalkbrenner, así que me puse mi sudadera de Alemania de los 90 y a disfrutar. Pero, como siempre que tomas partido por algo que no es realmente tuyo, la victoria no me supo a nada.
Lo que más me impactó aquel día fue ver a Neymar llorando. Lo había visto haciendo prácticamente de todo. Enfadarse. Celebrar. Bailar con unos baffles en la mano. Tenía un abanico de emociones que cubría solo los tonos más claros del Pantone. Neymar era un tipo siempre alegre pasase lo que pasase. Supongo que para un cenizo como yo eso es desquiciante y por eso le tenía tanta manía. Verlo llorar lo humanizó. Lo hizo más cercano. Por fin sabíamos que a Neymar le dolía tanto como a nosotros perder.
Lo cierto es que Neymar hizo un torneo extraordinario. Lo hizo, además, de una forma humilde. No era el Neymar que habíamos visto en Barcelona o con Brasil, más parecido a un showman del regate que a una persona que pudiese desequilibrar para generar espacios de ataque para el equipo. Presionaba. Corría. Era un jugador muchísimo más solidario. Menos individualista. Más realmente desequilibrante. Mejor. Y mejor es aún ahora, después del perder aquella final de Champions League. Después de aquellas lágrimas. Después de estar tan cerca de ganar y no hacerlo, Neymar está más preparado para ganar. Hay una cita de Marcelo Bielsa que lo ilustra perfectamente: «El éxito es deformante, relaja, engaña, nos vuelve peor, nos ayuda a enamorarnos excesivamente de nosotros mismos; el fracaso es todo lo contrario, es formativo, nos vuelve sólidos, nos acerca a las convicciones, nos vuelve coherentes. Si bien competimos para ganar, y trabajo de lo que trabajo porque quiero ganar cuando compito, si no distinguiera qué es lo realmente formativo y qué es secundario, me estaría equivocando».
He pensado mucho acerca de lo que significa crecer y he llegado a la conclusión de que crecer duele. Recuerdo un día en casa de mis abuelos que a mi primo le dolían tanto las articulaciones que no podía dormir. Mi padrino vino a la habitación y dijo: “a mí también me pasaba, me pasaba cuando estaba creciendo”. Aquello me quedó grabado en la memoria: crecer duele. He pensado mucho en quién era yo hace unos años, en cómo he cambiado y he llegado a la conclusión de que soy mejor. De que aprendí a ser sincero, a ser humilde y a enamorarme de lo que me rodea mucho más que de mí mismo. Pero también confieso que ese crecimiento ha dolido. Y que perdí muchas finales y que aún quedan muchas por jugar que no sé si ganaré. Lo único que puedo saber es que jugaré más en equipo y que Neymar también lo hará.